miércoles, 9 de diciembre de 2020

A la memoria de Lucila

Son muchísimas las palabras que podrían describir a Lucila. Tantas caen suaves, sin esfuerzo, como lágrimas, sobre la Lucila de siempre, la amena, la tranquila, la generosa, la culta. Otras son más densas y anclan en la Lucila más profunda. Es cierto, no son las primeras que vienen a la mente, pero una vez ahí, rehúsan a escaparse. Son estelas que nos deja, pues las vemos ahora, cuando ella ya ha pasado. Me refiero a su trascendencia e imprescindibilidad. ¿En qué ámbito, en qué lugar, no ha trascendido? ¿Quién osaría decir que fue una colaboradora más de la AATI, que fue una compañera más, una profesora más, una traductora más? Siempre, con todo, Lucila iba un paso más allá. Vaya que lo saben sus alumnas y alumnos de grado y posgrado; vaya que lo sabemos sus colegas, a quienes así, sin querer, también siempre nos formó, con frases sueltas, con recomendaciones bibliográficas soltadas al pasar. O los colegas de las universidades internacionales, a quienes también supo enriquecer, como siempre, casi en silencio, con esa singularidad del gesto abierto, que no conocía el ceño fruncido o la pose intelectual. Quizás la palabra “imprescindible” remita a todo lo contrario, a grandes oradores citando a Brecht, a discursos grandilocuentes. Yo pienso esa palabra en sentido literal. Pienso en Lucila como una mujer sin la cual mucho de lo que tenemos se nos va a caer, como ceniza vieja. Pienso en nuestra querida AATI, que si es la mejor AATI que nos haya podido tocar, mucho lo es por su empuje, y sus vínculos con autores y organizaciones de todas partes del mundo. O en los cursos de Traducción Literaria, que han evolucionado como nunca gracias a la generosa transmisión de experiencias recogidas en sus cursos y talleres en Gran Bretaña o Estados Unidos. O en nuestra profesión, que hoy lucha por una ley autoral (¿la Ley Cordone tal vez?), mediante un colectivo conformado en torno a su palabra clara, amistosa. Y ahí está la otra Lucila, la luchadora. Siempre igual, sin puño en alto, sin gritos, sin pancartas. La que también supo enfrentar concursos docentes arbitrariamente decididos, o que no aflojó ante el Congreso de la Nación, cuando los diputados, visitados por hombres de bolsillos llenos y corazones vacíos, decidieron que era hora de olvidar nuestro proyecto de ley. Y la que literalmente supo ponerle el pecho a la más dura de sus batallas, la única que no pudo ganar. Labor profesional, difusión intelectual, compromiso colectivo, formación de nuevas generaciones: No teníamos, antes de ella, ejemplos de traductores tan íntegros, en el sentido cabal de la palabra. Para buscar traductores de su talla, debíamos apelar a escritores o pensadores que eventualmente traducían, y mediante alguna cabriola semántica convertirlos en traductores. No sabemos cómo seguir, no solo porque nos falten las fuerzas, sino porque perdimos las dos torres y la dama, en una jugada irreversible. Es que Lucila no encaraba las tareas, las creaba, y las sacaba adelante. La conocí supliéndola en su cátedra de Traducción Literaria II del Lenguas Vivas. Ambos esperábamos ser padres para casi la misma fecha —ella por segunda vez, yo por primera—. Por cosas de nuestro patriarcado, ella tomaba licencia, yo seguía trabajando. Ese primer encuentro en un bar de Belgrano debía servir para que me pusiera al tanto sobre el desarrollo del curso. Fue más bien una clase de paternidad. A mediados de julio, exactamente el 16 de julio, las alumnas recibieron fotos de su Manu recién nacido. El 17, para su desconcierto, recibieron las de mi Lautaro. Tiempo después, fui renunciando a algunos cursos, porque no tenía energías para tanto trajín. Adivinen quién sí tuvo la energía… 

La última vez que la vi, me contó que, con tanta enfermedad dando vueltas, los chistes negros eran los preferidos en su familia. Juro que no hay modo de que me salga la risa, no quiero este chiste negro.  

Gabriel Torem 

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